¿Te has puesto a pensar qué pasaría en tu vida si te atrevieras a dar ese salto, tomar la decisión pendiente, enfrentar el temor escondido en tu corazón, o simplemente dejar atrás todo lo que te ha traído hasta donde estás en este momento pero que no quieres llevar contigo en el futuro? quizás lo has pensado muchas veces, tal vez ha rondado tu cabeza en más de una ocasión y algo te ha dejado plantado en el mismo lugar, o quizás los cambios que hiciste fueron solo decorativos pero no lo suficientemente drásticos y contundentes como para cambiar tu vida y la trayectoria de tu existir.
Cambiar da miedo, genera incertidumbre. Cambiar de piel jamás ha sido una cosa sencilla, si la oruga nos pudiera contar su experiencia de metamorfosis estaríamos todos aplaudiendo de pie tanta valentía, tanto coraje de dejar todo atrás y sufrir los dolores propios de la transformación. Quizás la miraríamos asombrados de cómo su acto de fe le permitió no solo cambiar, sino que salir volando con un nuevo brillo y color.
Este cambio verdadero se da muchas veces de forma silenciosa, toma tiempo, pasan cosas, trae consigo muchas reflexiones, pérdidas, llantos a escondida, sonrisas cómplices, miradas de ilusión. Es un cambio que se anida en el interior y poco a poco se ramifica hasta que llega el día que es imposible seguir disimulando lo que somos, porque este cambio ha llegado a la piel. Esta es la gran diferencia con los otros cambios, aquellos que son más “publicitarios”, los que en realidad son inspirados por el ego y no por el crecimiento. Este otro tipo de cambios son desde el exterior, usan maquillaje (algunas veces en exceso), son vociferantes y estridentes, buscando que todos vean y validen este supuesto cambio. Al no tener raíces fuertes requiere del refuerzo de los demás, de los aplausos y arengas. Se acomoda al contexto y aunque suele sonar muy bien no contagia emoción alguna.
El cambio que vale la pena, irrumpe, emerge, inunda, pero solo una vez que ha florecido y tiró raíces en el interior. No busca la aceptación, porque es movido por el propósito y el sentido de misión. Este cambio lo tenemos ahí, latente en nosotros mismos, no necesitamos de cosas mágicas o experiencias sofisticadas, sino que de cerrar los ojos para mirar hacia adentro, conectarnos hacia el cielo, buscar aquella brújula interior que nos hable de misión… sí, de misión, no de disfrute, ni de felicidad, sino que de misión, porque en el cumplimiento de esa misión hay sentido y paz. Dar ese salto suele ser un paso al vacío, porque requiere de la fe suficiente que nos permita saber que seremos sostenidos, y a la vez, necesitamos dejarnos sostener y guiar por aquello más grande que nosotros mismos.
¿Y si nos atrevemos a cambiar qué pasaría?