Todos sabemos que la vida cambia a cada momento, que el mundo gira más rápido que antes y nuestra realidad laboral, familiar, de amistades, desafíos profesionales y otros temas, siguen cambiando a una velocidad que la humanidad nunca vivió antes. También sabemos que “el cambio es permanente” y que aquellos que mejorar se adaptan al cambio son los que sobreviven. Seguramente hemos escuchado tanto sobre esta palabra que algunas veces es presentada como una oportunidad, pero en la mayoría como una bola de nieve que viene con toda la energía y amenaza con pasar por encima nuestro.
Cambiar es necesario, que duda cabe, pero ¿cambiar qué? ¿cambiar en qué dirección?. Pensar que cambiar por cambiar es buena es tan absurdo como aquellas organizaciones que consideran que todos deben ser líderes porque eso es bueno, como si fuera un ley o un “deber ser”.
Muchas veces las personas al cambiar comienzan a deshacerse de aquello que les hace bien, de los elementos que debían permanecer. Entonces el peligro del cambio es tirar a la basura aquello que nunca debe salir de nosotros y renovarlo simplemente porque “parece que es lo correcto”. Ahí radica la diferencia del cambio y la adaptación a los contextos sociales y nuestros valores. Existen aquellas personas que depende dónde van y con quienes se reúnen para cambiar sus opiniones, posturas políticas, religiosas, laborales, sociales, sexuales, etc. El asunto pareciera ser, en ellos, el ser aceptados. También están quienes se quedan en el otro extremo, sin disposición a cambiar nada, argumentando que “si al resto le gusta bien y si no es problema de los demás”. En cualquiera de estos casos caeríamos en posturas que dificultarán nuestra forma de adaptarnos, sobrevivir y poder vislumbrar mejores soluciones a los temas de nuestra vida.
Cambiar es algo que ocurre en nuestro cuerpo todo el tiempo, las células mueren y otras aparecen. Nuestros gustos van cambiando, nuestras metas de vida, los lugares en que vivimos, los sitios que frecuentamos, las personas con que trabajamos o los desafíos personales que nos fijamos, todo va cambiando con el tiempo, pero estamos reaccionando a los cambios del contexto, o somos nosotros quienes empujamos ese cambio en nuestra propia vida.
Hay una frase que me encanta de Peter Drucker: “La mejor forma de predecir el futuro es crearlo”. Lo mismo ocurre con nosotros como personas. Entonces, antes que el cambio nos pille por sorpresa, antes que esa bola de nieve nos pase por encima y tangamos que cambiar como una reacción desesperada en búsqueda de nuestra propia sobrevivencia (de cualquier tipo, social, económica, familiar, laboral, etc), puede ser mejor que nos tomemos un instante para pensar ¿qué de nosotros queremos cambiar y qué queremos que permanezca? ¿cómo trabajaremos en nosotros mismos para cambiar aquello que debe ser renovado, extirpado o potenciado?.
Cambiar primero nos permite innovar en las organizaciones y los mercados, pero ¿lo aplicamos en nuestra vida personal? y si antes que todo el resto cambie cambiamos nosotros mismos ¿qué pasaría? ¿qué cambiaría?.
Recuerdo cuando era niño escuché varias veces el consejo típico frente a una pelea: “el que pega primero gana”. La vida me ha enseñado que eso no siempre es así, pero cambiar primero podría ser de ayuda. Es cierto que ser el que siempre cambia primero tiene un costo, pero probablemente el costo mayor se lo lleva quien nunca cambia a tiempo.
Recuerda, antes de cambiar asegúrate que no estarás botando aquello bueno que hay en ti. La innovación personal requiere tener claro aquello que se conserva, que no cambia, que no muta. Para luego decidir lo que sí queremos mejorar, potenciar y cambiar en nosotros mismos. Pero ten presente, que cambiar primero puede ser una forma de cambiar mejor.