Tantas veces hablamos de la familia sin saber lo que realmente significa. Como suele decir el dicho popular pareciera ser que uno no valora las cosas hasta que las pierde, o al menos hasta que están en juego. Cuando un ser querido se enferma, se va lejos, fallece, se separa de nuestra vida, cuando el plan familiar falla y todo termina justo de la manera que no queríamos, ahí las cosas parecieran tomar otro color, otro sabor, otro significado.
Estamos tantas veces tan enfocados en “lo que hay que hacer” que nos olvidamos lo que es realmente importante, que más allá de los altos y los bajos, los afectos y proyectos que se fraguan con esas personas que se instalan en nuestra vida juegan un rol vital, que no son ni desechables, ni transables, ni tampoco se les puede poner un precio. Claro que en la actualidad encontramos de todo eso. Es tan fácil encontrar y encontrarnos priorizando mal nuestros tiempos, nuestras atenciones, nuestra entrega y tantas cosas, muchas veces dando un valor que no tiene el trabajo, el dinero, la opinión de otros, aquellas personas que se cruzan en nuestras vidas y nos hacen sentir de nuevo esa adrenalina que quizás se apagó con los años en nuestra relación. Pueden ser mil factores lo que nos saquen del camino, y es ahí cuando necesitamos más que nunca de la persona que está a nuestro lado, de Dios, de los buenos amigos, esos que dan los consejos difíciles, los impopulares, pero los necesarios: las cosas que valen merecen ser atendidas, recompuestas, reparadas, sanadas y todo aquel esfuerzo antes de dejarle ir. ¿Acaso si nos enfermamos gravemente no haremos de todo antes de bajar los brazos?, sin embargo en la actualidad eso no ocurre ni con los amigos, ni parejas, ni tampoco con las familias, que son, sin lugar a dudas, el centro no solo de la sociedad, sino que de nuestra propia construcción y soporte en la vida personal y social.
Es fundamental que nos volvamos impopulares, que en algunas causas tomemos las banderas de lo “retrógrado”, que demos esos discursos incómodos y que nos traerán de regreso más miradas de rechazo que aplausos; pero es que realmente nos hemos perdido de rumbo. ¿Cómo va a ser más importante el trabajo que un momento con nuestro seres amados? ¿en qué momento nuestra vanidad personal le ganó el lugar a un abrazo apretado de nuestros hijos o un momento de encuentro con nuestra pareja? ¿en qué estábamos pensando cuando poníamos todo en juego por un ratito de seducción con la persona equivocada?… lo lamento, pero nos hemos perdido y necesitamos encontrarnos.
Como dice mi hijo de cinco años: “tranquilo papá, todos nos equivocamos”. Cuanta sabiduría y sensatez hay en aquello. Todos nos equivocamos, da igual la cuenta final de los errores o la magnitud de los mismos, es un hecho de lo humano, todos cometemos errores y nos perdemos en el camino, entonces el mérito quizás no está solo en mantenerse claro y recto en lo importante, sino que también tener la humildad y el compromiso de reconocer cuando hemos errado el paso y hacer lo necesario para recomponer la senda.
Créanme, cuando este partido de la vida esté en su ocaso pensaremos mucho más en esos afectos familiares, en nuestros seres amados, en el tiempo que pusimos para construir momentos cotidianos que se quedaron en nuestra retina, y gran parte o quizás todo lo que estamos empeñados en hacer ahora, será parte de la escenografía, pero no lo relevante, no lo que quisiéramos estirar un poco más, no lo que tal vez nos habría gustado hacer diferente. No nos perdamos queridos míos, y cuidemos ese espacio fundamental que bendice nuestras vidas y que es nuestra familia.