Han pasado 17 años desde que, en aquel entonces, me involucré en el mundo de la política universitaria. Me tocó un contexto algo hostil, lo que con el tiempo lo veo como un aprendizaje enorme a mi capacidad de aguante, o como dicen en política, a tener “cuero de chancho”. Desde ahí, en pocos años tuve la posibilidad de tener muchas experiencias en el mundo estudiantil, social, partidista y de gobierno. Fueron tiempos que recuerdo con mucho cariño, pues en mi casa siempre se inculcaron los valores cívicos, que hasta el día de hoy me acompañan.
Estas últimas dos décadas (como probablemente todas las anteriores) estuvieron llenas de cambios.
Nuestra forma de vivir cambió, la mirada del mundo, la forma de relacionarnos y expresarnos, los intereses y gustos. Dentro de todos esos cambios tuvimos una regresión (a mi modo de ver). Así como una persona que frente a un evento traumático vuelve a edades anteriores, así siento a ratos que nos ha pasado como sociedad.
Fue así que nos instalamos en una adolescencia social. Con esto me refiero al hecho de que volvimos a sentarnos en los polos y mirarnos en esta dicotomía de “nosotros” y los “otros”, siendo casi siempre esos “diferentes” los “malos” de la película que nos contamos. De la misma forma en que durante la adolescencia buscamos grupos de pertenencia con nuestros amigos y nos miramos diferente con otros grupos de pares con gustos distintos, o generamos esa tensión (necesaria a esa edad) de cuestionar todo de nuestros padres, en esta búsqueda de interna de poder descubrir lo que somos o queremos ser, situación que se construye por la necesaria diferenciación de lo que nos rodea, para así reconocernos únicos.
De la misma forma nos ocurre hoy como sociedad. Discursos atomizados, miradas de bandos los unos con los otros, incapacidad de diálogo y consenso, negación de los que no se parecen a mi o simplemente no me gustan, justificación de mis actos por los supuestos hechos causados por los otros, siendo incapaces de hacernos cargos de nosotros mismos en pensamiento, emoción y acción. Es decir, hemos vuelto a una adolescencia colectiva, del mundo del espacio común, de la cosa pública (Rés-pública), la cual es amada o denostada a conveniencia del contexto. Tal cual ocurre en las discusiones con los padres y sus reglas del hogar, que con el paso de los años, en su mayoría, nos parecen razonables y necesarias, pero que en ese momento de poca perspectiva y rebeldía ortodoxa simplemente cuestionábamos por ser nuestra necesidad más interna de buscar lo que somos.
Tal vez nos hemos perdido tanto de nuestro mundo interno, nuestra capacidad reflexiva y de conexión personal; que hemos perdido esa capacidad de encontrarnos con otro ser humano comprendiendo nuestras diferencias y construyendo espacios para el convivir sanamente.
Incluso los grupos más “pro-derechos” muestran diariamente en diferentes medios que son totalitarios, infantiles y abusivos. Pareciera ser que esa cualidad de la cual nos hemos jactado como especie, de ser racionales, es una cualidad que ha caído en franco desuso por un grupo creciente de la sociedad, del cual ninguno de nosotros se encuentra libre de caer en cualquier instante.
Ojalá podamos volver a aprender a conversar y debatir ideas en las mesas de nuestros hogares, en los espacios del barrio con nuestros vecinos (y aprovechar de saber quién vive a nuestro lado), en las escuelas y trabajos, para comprender que no solo somos diferentes, sino que también somos en gran medida parecidos, y que en nuestra capacidad de encontrarnos con el otro de forma abierta y dialogante se encuentra una poderosa instancia de aprendizaje, crecimiento y construcción de un lugar mejor para todos.