Casi todas las personas hemos sido testigos de los cambios que ha tenido el sistema educativo en las últimas décadas, ya sea que lo hemos vivido como estudiantes, apoderados o familiares. No solamente han ido cambiando los nombres de las materias que son enseñadas en las escuelas, sino también la prioridad que éstas tienen al interior de los curriculums, cada vez más pensadas en aquellas áreas que se buscan medir en las pruebas estandarizadas para ir a “competir” con el mundo.
Es así que ya no vemos filosofía (fundamental para aprender a pensar y cuestionarnos las cosas), o cada vez encontramos menos horas de educación físicas (clave para la salud, la motricidad y el desarrollo motor) o hemos dejado de lado las artes plásticas o musicales, que son un verdadero gimnasio para nuestro desarrollo cognitivo, sensorial y cerebral.
Pareciera ser que todo lo que debemos saber se sustenta en matemáticas y lenguaje, como si los aprendizajes no estuvieran conectados con otras áreas en nuestro cerebro y bastase con esos dos elementos de contenido para formar personas.
Son muchas otras las variables que han venido afectando, como las importantes brechas que tiene un gran número de profesores para realizar un buen trabajo de enseñanza-aprendizaje, o la desvinculación y desidia de las familias hacia el desarrollo y la formación de valores y hábitos de sus propios hijos.
Con todo lo que podemos ver es que la educación, que es un pilar fundamental en el desarrollo de las personas y la sociedad, ha estado siendo sometida a un juego de caprichos más políticos y estéticos, que a la gestión desde la importancia que esta tiene, con las más diversas disciplinas y la comprensión de la diversas de personas y talentos, en vez de la estandarización de mano de obra mal calificada.
Mientras los cambios en el mundo nos piden mayor creatividad, innovación y capacidad de navegar en un entorno complejo e incierto, se nos enseñan reglas que deben memorizadas y repetidas, limitando la expresión de las artes, el cuerpo y la experimentación, tan necesarias para lograr lo que verdaderamente necesitamos usar en nuestro día a día. Mientras tanto hablamos de innovación, seguimos enseñando a tener “la respuesta correcta” y a “no equivocarse” por medio de un sistema que evalúa la obediencia ciega y no la reflexión consciente y el cuestionamiento constructivo para lograr nuevas respuestas por medio del natural ensayo y error.
Al momento de las críticas son muchas las voces que podamos ir señalando elementos que deben ser corregidos, sin embargo, al momento de los cambios pareciera ser que ni las autoridades, ni los gremios, ni los propios afectados (estudiantes y familias, por mencionar un par, ya que esto afecta a toda la sociedad) parecieran darse cuenta del tremendo error y riesgo que esto significa para nuestras mentas, nuestro desarrollo integral, el futuro que estamos construyendo y para el destino diario que corremos con tanta cojera evolutiva.
Así, la educación ha de ser lo que siempre ha debido ser. Una instancia de juego, de ensayo y error para el descubrimiento que ilusiona, crea y nos ayuda a llegar más lejos, desde aquello que nos parece sencillo y menor, hasta aquello que transforma la realidad de millones. Necesitamos volver a comprender que debiéramos iniciar cada jornada con educación física, aprender a convivir, a comer y nutrirnos, aprender a respetarnos los unos a los otros, antes de pensar cuántos puntos tuvimos en matemáticas o ciencias. Debemos comprender que las artes estimulan nuestro cerebro y nuestros corazones de una forma tal, que nos ayudan a canalizar experiencias y emociones, creando nuevas cosas que ayudan a innovar y cambiar lo dado.
Es momento de que vayamos poniendo cada cosa en su sitio. Los slogans en los manuales de marketing y estudio de psicología de masas, y la educación en el centro de nuestro desarrollo profundo y no de la competencia en una vara inútil para una competencia ciega.